
Depresión
A lo largo de la vida experimentamos episodios de tristeza con mayor o menor frecuencia, pero pasajera. Se relaciona con sucesos concretos que, una vez resueltos, devuelven a la persona a un estado de ánimo vital y activo.
La tristeza persistente, en cambio, se caracteriza por un sentimiento de exilio de la vida, un doloroso alejamiento de todo lo que antes le daba sentido.
La apatía sustituye a las ganas de vivir, dejando al sufriente en la soledad y el aislamiento. Cualquier pensamiento se convierte en recuerdo nostálgico del pasado, que le atrapa en una sensación permanente de pérdida. El mundo, su vida, se vuelve gris.
Limitarse a tratar la tristeza poniéndole la etiqueta diagnóstica de depresión acompañada de su habitual tratamiento farmacológico la convierte en un mal a combatir que no necesita preguntas.
«Como si el malestar que anuncia una tristeza no fuese justamente
la posibilidad a una pregunta que traería una variación » (Sofía Guggiari).
El tratamiento de la tristeza busca, precisamente, una variación. Es un proceso necesariamente lento mediante una escucha atenta de lo que se repite hasta que algo, por pequeño que sea, empieza a cambiar. Las personas tristes se aferran a su tristeza, es necesario cierto coraje para empezar a hacerse preguntas.
Aceptar que el pasado ya se fue, volver a pensar en lo que se ha cedido del propio deseo sin saber cómo ni por qué.
Se trataría, en cierto modo, de un tránsito. De «no tengo ganas de vivir» a «no tengo ganas de vivir… así».